Al ritmo de la música retozaban ramas y palitos, dando vueltas en un círculo. Piedritas ligeras formaban una segunda circunferencia, una al lado de la otra, alternando sus tamaños. Una grande, una pequeña, una grande, una pequeña. Rodaban en una dirección, luego en la otra dando tumbos al parecer aleatorios, pero nunca se salían del tiempo. Cuatro capas de hojas de diferentes tamaños y colores formaban una valla en torno, como movidas por un remolino invisible. Más afuera bailaban las hormigas. A veces sobre seis, a veces sobre cuatro patas, levantando las dos delanteras en un gesto de alabanza. Sus antenas husmeando, sus miradas inocentes y pequeñas, mandíbulas batientes en un son alegre y rítmico. Avanzaban con velocidad constante para conservar el diámetro, girando sobre sus propios ejes con cada convolución de modo que a veces caminaban hacia atrás, a veces de lado, a veces hacia enfrente.
Cambiaba su estructura, las trayectorias de la danza se entrelazaban, los círulos más interiores se ensanchaban abriendo el espacio entre los danzantes. Líneas en movimiento generaban formas intrincadas, arreglos traslapados y vibrantes.
En una esfera alrededor los árboles mecíanse por su propia voluntad. Fornidos troncos se plegaban caprichosos para crear arreglos de follaje permeables a la luz. El sol se reflejaba en estratos de nubes blancas, azules y grises: el fondo perfecto para ese baile que ocurría en el centro del universo.
Todo conspiraba en la coordinación sobrenatural de ese mandala. El vacío, los astros, el viento, las cosas pequeñas e insignificantes. Batían todos con el mismo pulso.
2012-06-25